Pintura en La Punta de las Escamas: intervención mínima y cabeza fría
Foto de pintura sobre rocas zona Punta de Las Escamas , Norte de Lanzarote
S.Calleja
Medio Ambiente del Cabildo cierra la sospecha de “performance” y sitúa el origen en algo más prosaico: un bote de pintura arrastrado por la mar que se habría derramado en la costa, en la zona de La Punta de las Escamas, al norte de los Jameos, allá por junio de 2023. La polémica cambia de carril. Ya no se trata de buscar al culpable , sino de decidir qué hacemos con el rastro: ¿metemos cuadrilla y protocolo, o dejamos que el tiempo, el sol y la mar vayan apagando el rojo?
El lugar no es una playa de sombrilla y neverita. Es una costa áspera, de malpaís negro, con acceso incómodo y poco tránsito. Precisamente por eso, el impacto visual afecta a pocos ojos… pero los que llegan se lo encuentran de golpe: la lava volcánica, salpicada de manchas que parecen colada recién salida del volcán. La verdad es que choca. Y, además, duele doble porque sabemos que ese rincón forma parte del patrimonio geológico que vende Lanzarote al mundo: roca, salitre y viento, sin maquillaje.
Conviene bajar a lo concreto. Si lo que hay es pintura ya curada, el agua no la deshace. Lo que sí sucede es un desgaste lento: la radiación solar quema el pigmento, el salitre lo reseca, el desgaste de la mar y del viento lo va pelando. No es una lavadora gigante. Es un lijado a cámara lenta. Una estimación prudente, para que nos entendamos: el rojo chillón perderá gran parte de su viveza en uno o tres años si le da bien el sol y el roción; quedarán sombras y costras mates durante más tiempo, quizá cinco, diez o quince años según la zona; y en grietas y poros pueden sobrevivir restos durante décadas. No es ciencia exacta, pero sí experiencia conocida: el color se apaga, no desaparece de un invierno para otro.
¿Y si limpiamos? No vale con lanzar una guagua y dos mangueras. Quitar pintura en roca natural exige método fino y cabeza fría: prueba en un parche, ver si cede sin herir la lava, captación de residuos para que no vayan al intermareal y, solo entonces, ampliar. Equipo pequeño, entrada discreta, nada de “operación espectáculo”. También habría que aceptar que, por muy bien que se haga, puede quedar resto. Es el precio de intervenir en piedra porosa y castigada por la mar.
Hay, claro, un argumento de bolsillo: ¿compensa el coste en un sitio al que casi nadie llega? Y otro, de dignidad: aunque esa esquina vea pocos visitantes, el mensaje que damos importa. No podemos normalizar que la costa sea un plató ni que un derrame accidental se quede ahí “porque total, no molesta”. Una solución razonable para un rincón como este sería combinar ambas miradas: prueba técnica, limpieza puntual si funciona y no dispara el presupuesto; si no funciona o el acceso es demasiado complejo, seguimiento y paciencia, sabiendo que el color irá cediendo a su ritmo con sol y mareas.
A veces la gestión pública no es un sí o un no rotundo, sino una secuencia ordenada. Primero saber qué hay, después decidir cuánto tocar y, por último, explicar sin humo. Y es que a la ciudadanía —la que sube al norte a buscar calma y paisaje— le sienta mejor una respuesta humilde y eficaz que un titular grandilocuente. La costa no es un plató, desde luego. Pero tampoco un laboratorio para improvisar. Sentido común, técnica y un poco de calma: con eso basta.