Enterré cinco veces a mis perros y no me arrepiento
Imagen del SEPRONA de Fuerteventura. Perro enterrado cerca de una palmera
S. Calleja
He enterrado ya a cinco de mis perros. Cuatro se fueron por viejitos, apagándose sin ruido como se apagan los buenos. El último, hace cinco años, King, murió atropellado. Lo envolví con la camisa ensangrentada con la que lo recogí en la carretera donde lo mataron . Lo cargué en brazos hasta mi coche. Y lo enterré bajo una palmera, en un terreno que pertenece a mi familia. No lo hice por desobediencia. Lo hice porque no había otra forma digna de decir adiós.
Esta semana, en Fuerteventura, la Guardia Civil ha identificado a una mujer por enterrar a su perro en la vía pública. El caso ha removido conciencias y “generada controversia”. Según el SEPRONA, no hubo maltrato. Ni lesiones. Ni negligencia. Solo un cadáver viejo, descompuesto, que alguien quiso ocultar bajo la tierra porque no sabía hacer otra cosa.
La ley —la Ley 7/2023, para ser exactos— dice que solo una empresa autorizada puede ocuparse de ese cuerpo. Que debe quedar constancia. Que debe haber incineración, registro, número, firma. Todo limpio, todo certificado (BOE, 2023). Y tiene sentido. La ley busca evitar riesgos sanitarios y barbaridades. Pero se olvida de un pequeño detalle: la muerte no siempre ocurre donde uno tiene dinero, coche o soluciones. A veces ocurre donde puede. En la orilla de un camino. En un piso de alquiler. En mitad de la nada.
La mujer de Fuerteventura cometió dos errores. Uno legal —porque la vía pública no es lugar para entierros— y uno quizás logístico —porque no tuvo dónde hacerlo mejor. Pero no cometió el peor de todos: el de abandonar. El de meter al perro en una bolsa y dejarlo en un contenedor. O el de no darlo de baja ni comunicar nada. Ella, como yo, quiso enterrar con respeto. A su manera.
Por eso, más allá de la sanción, sería razonable que en islas como Lanzarote se habilitara una pequeña parcela, decente y legal, para que quienes aman a sus animales puedan enterrarlos sin miedo a sanciones. Un espacio modesto, limpio, controlado. Nada ostentoso. Un cementerio animal con sombra, donde poder poner una piedra, unas flores, un nombre. Lo que uno necesita para no sentir que ha tirado a su perro como si fuera una zapatilla vieja.
Porque no todo el mundo tiene finca. Ni todo el mundo puede pagar una incineración privada. Ni todo el mundo sabe qué hacer cuando se te muere el perro en la cocina. ¿Vamos a sancionar a quien actúa con torpeza, pero con amor, mientras dejamos pasar tantas otras barbaridades?
Sí, yo también lo he hecho. Y si me toca de nuevo, lo volveré a hacer. En mi terreno, o en mitad de la montaña, donde no moleste a nadie. Lejos del paso de gente. Cerca de algún árbol bonito. Porque a los míos no los dejo en cualquier parte. Los entierro donde pueda volver a hablarles sin miedo ni culpa.
La ley es necesaria. Pero más necesaria aún es la compasión. Que las instituciones no solo regulen, sino que habiliten soluciones humanas para situaciones humanas. Y que el adiós, al menos, no sea un crimen.