¿Qué hace un drago canario junto a una ardilla irlandesa?
Todas las fotografía están hechas esta mañana en el Botánico dublinés . Elpejeverde.com. Ardilla en el césped.
S. Calleja
Tras mi primera noche en Dublín, toca ponerse en pie. Dormí poco. Aquí anochece tarde en esta época, y amanece casi a las cuatro de la mañana, lo que descoloca a cualquiera. A las 5 ya estaba en pie, con ganas de entender por qué nuevamente había venido tan lejos. La respuesta estaba a poco más de dos kilómetros: el Jardín Botánico Nacional.
Me alojo en Tom Dick & Harriet's, en Upper Dorset Street, en pleno centro. Salí caminando, unos 30 minutos sin apuro, cruzando calles tranquilas y alguna que otra conversación en las esquinas. Sin mapa, pero con la intuición de que todo esto se podía hilar. Y se hiló.
La primera imagen fue el reloj de sol marcando las 12:30 en punto. Una escultura funcional clavada en medio de un jardín simétrico y luminoso. Hora de observar. No vine solo por un reloj que marca el mediodía. Vine por Saborea Lanzarote: somos parte del Taste of Dublin, buscando tejer lazos con Irlanda y con un poco de tierra volcánica bajo las uñas.
El Jardín Botánico Nacional de Irlanda no es una postal pintoresca que se visita y ya. Con casi 20 hectáreas de historia desde 1795, es un testimonio vivo de conservación, investigación y diplomacia vegetal.
Lo que vi allí no fue solo botánica. Fue reconocimiento. Entre invernaderos victorianos, caminos de grava y bancos ocupados por lectores silenciosos, descubrí elementos que me resultaban más familiares que la Guinness: veroles (Euphorbia canariensis), palmeras canarias (Phoenix canariensis) y un drago (Dracaena draco). El drago, sí. Nacionalizado irlandés, pero con acento canario.
El verol, resguardado del crudo invierno dublinés, se mostraba humilde pero firme, como siempre. El drago, también bajo protección, se erguía como quien lleva poco tiempo en el país, pero ya entiende el clima. La palmera canaria, más fuerte, crecía fuera de los invernaderos, desafiando las brisas y el gris sin perder su prestancia.
Todas, especies muy vistas en Lanzarote y en Canarias en general. Plantas de casa, exiliadas en una vitrina verde y digna. Y entonces, la ardilla. Entre margaritas, en un claro de césped casi demasiado perfecto, una ardilla me miró como quien sospecha que le vas a quitar el almuerzo. No lo hice, claro. Le saqué una foto. Posó. Esas cosas no pasan en Mancha Blanca. Aquí, en Dublín, las ardillas son estrellas.
Más adelante, otro gigante inesperado: la secuoya. Una Sequoiadendron giganteum, originaria de Sierra Nevada, California. Allí pueden vivir más de 3.000 años y alcanzar los 90 metros. La que encontré aquí no era tan anciana ni tan colosal, pero aun así imponía respeto. Su presencia en el jardín irlandés es símbolo de una antigua pasión europea por coleccionar especies extraordinarias, árboles que cuentan historias de exploración, ciencia y ambición. Tocarla fue como rozar un fragmento de otro continente. Como si Irlanda hubiera querido plantar memoria americana en suelo celta.
Pero volvamos a lo que importa. Este jardín es un ejemplo. Un espejo donde Lanzarote podría mirarse si decidiéramos que conservar la flora es algo más que plantar un parterre delante del Cabildo. Aquí hay ciencia, hay memoria, y hay orgullo. Se nota. Se respira. Se poda con método y se riega con rigor. Y es aquí donde Saborea Lanzarote puede hacer mucho más que ofrecer vino y papas arrugadas. Puede contar de dónde venimos. Puede decir: "en nuestra isla también florecen las cosas, aunque no siempre con suficiente agua ".
La jardinería no es solo una cuestión de climas. Es de cuidado. De voluntad. Y eso, tanto en la tierra como en la gastronomía, se nota. Si un drago puede echar raíces en Glasnevin, nosotros podemos sembrar relaciones firmes en Irlanda.
Volví a pie, claro. Caminando por los mismos pasos, pero con otra mirada. Pensando en que a veces uno tiene que cruzar medio continente para entender que la identidad se cultiva igual que un jardín: con memoria, pero sin miedo a trasplantar.