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Un lanzaroteño en el templo mundial de la tapa: así defendió su gofio y su sardina ante el jurado

 

Foto.Elpejeverde.com hoy. Valladolid. Goyo González y el cocinero de Lanzarote Antonio Rodríguez en la final

 

 

S.Calleja

La Cúpula del Milenio ruge como un pequeño estadio. En las gradas, llenas, alguien grita “¡Lanzarote!”. Abajo, sobre el estrado rojo, el cronómetro marca cero. Los jueces se llevan a la boca un cilindro crujiente que huele a costa, a horno y a salina. Y justo entonces, mientras en silencio se decide el futuro de un lanzaroteño, el periodista Goyo González se le acerca al oído:

—Querido Antonio, ¿has terminado ya o todavía no?

Antonio Rodríguez Medina, cocinero del Hotel Costa Calero, sonríe, pero no pierde de vista la mesa de cata. Está en el epicentro del XXI Concurso Nacional de Pinchos y Tapas “Ciudad de Valladolid” y del IX Campeonato Mundial de Tapas, donde 62 chefs —46 del territorio nacional y 16 de los cinco continentes— se disputan en tres días el trono mundial de la tapa.

Hoy le ha tocado a él representar a Lanzarote.

Gofio, sardina y viento alisio

—Nada, hemos hecho algo que se ha comido en mi tierra toda la vida, que son sardina y gofio —le resume Antonio a Goyo, con el micrófono delante y los focos encima.

Su tapa no es un artificio barroco, sino una biografía en miniatura: un canelón crujiente de gofio con sardina oreada. Ha salado ligeramente las sardinas, las ha oreado con un ventilador que él mismo ha bautizado como “el viento alisio” portátil y las ha llevado a la textura exacta que recordaba de los tiempos en que los barcos llegaban a la isla y en casa se montaba la “sar” de sardinas.

El canelón lleva gofio de millo ligado con mantequilla “para hacerlo cremosito”, un punto de jengibre, orégano y queso de cabra rallado. Esa mezcla va a un tubo de canelón y termina de definirse en el horno.

—He jugado con mis sabores, con los recuerdos de antaño —dice Antonio—. Gofio para desayunar, casi gofio para merendar. Y sardina cada vez que venían los barcos.

Sobre el plato, una sardina oreada con sal de Janubio; dentro, una salsita de tomate de Tinajo, cogido el viernes mismo, con cebollino “para darle ese saborcito fuerte”. Todo eso tiene que ocurrir en 25 minutos de reloj, el tiempo reglamentario del concurso: ocho tapas idénticas, siete para el jurado y una para documentación. Cada chef entra en una especie de cadena de montaje gourmet: uno cada cinco minutos, sin red, sin repeticiones.

Aquí no hay segundas oportunidades.

El lanzaroteño que vino con un ventilador

La escena tiene su punto surrealista: un lanzaroteño con chaquetilla blanca, en pleno noviembre vallisoletano, defendiendo que en ese aparato eléctrico ha metido los alisios.

—Me he traído en este aparato el viento alisio, que hace que seque el pescado —explica Antonio, ante el público que sigue cada gesto desde las gradas.

Su tapa no pretende imitar a nadie. No hay espumas imposibles ni trampantojos estridentes. Hay memoria de una isla: desayunos de gofio con leche, postres con queso tierno, licor de plátano y ese lujo humilde de la sardina fresca.

Mientras los jueces mastican en silencio, Goyo aprieta un poco más:

—Bueno, cuéntanos.

Y Antonio vuelve a la raíz:

—He intentado plasmar en el plato lo que se ha comido en mi tierra toda la vida.

En ese momento, Lanzarote no está en el mapa, sino en la boca de ocho personas sentadas detrás de una mesa.

 

La cocina en miniatura, en modo mundial

Durante tres días, la ciudad se convierte en capital de la “cocina en miniatura”, con un doble campeonato que reúne a algunos de los mejores cocineros de España y del planeta, citados en la Cúpula del Milenio, un recinto que cada noviembre se transforma en graderío gourmet.

El formato es milimétrico:

  • En el concurso nacional, 46 cocineros de todas las comunidades autónomas.

  • En el mundial, 16 chefs de los cinco continentes.

En ambos casos, la mecánica es implacable: se puntúa sabor, técnica, concepto, presentación, viabilidad y relato del plato. Los finalistas se anunciarán tras evaluar las tres jornadas, y el miércoles por la tarde se entregarán los premios, en una ceremonia que coronará al Campeón de España y al Campeón del Mundo de tapas.

Antonio lo sabe. En la entrevista que ayer manteníamos con él en Valladolid ya lo tenía claro:

—Tenemos que esperar hasta el miércoles. Ellos valorarán todas las elaboraciones, todas las tapas, y ya después tomarán las decisiones.

Hasta entonces, toca esperar… y respirar.

La previa: nervios, horarios y un plan milimetrado

Ayer, todavía sin el peso del cronómetro, Antonio repasaba la agenda casi como un parte de guerra:

—Esta tarde, a partir de las cinco y media, empieza la primera sesión de tapa; la otra sería, si mal no recuerdo, a las siete y media. Mañana habrán tres y ya por la noche sabrán más o menos cuáles son las finalistas. Y el miércoles, a las 19.30, la entrega de premios.

 

En esa charla previa, el cocinero lanzaroteño desgranó su estrategia: traer a Valladolid un pedazo de Lanzarote entero metido en un bocado. No sólo los ingredientes —gofio de millo, queso de cabra, sal de Janubio, tomate de Tinajo—, sino hasta el propio viento, embotellado en forma de ventilador.

Y, por si fuera poco, la logística: los consejos de los “zagales” del restaurante Los Zagales, veteranos de la competición, que le insistieron desde primera hora:

—Desde las nueve me estaban diciendo: “Bueno, llévate esto preparado o por lo menos medio preparado, para que allí no te falle nada y lo tengas adelantadito”.

El concurso no es sólo talento; es también oficio y previsión.

De la tienda de Otilia al Costa Calero

Cuando uno rasca un poco, el canelón de gofio con sardina oreada deja de ser una receta y se convierte en un resumen de biografía.

Antonio nació en Lanzarote pero se crio entre Famara, la Villa y la Caleta. Recuerda los inviernos de viento fuerte, aquellos recados de su madre:

—Me mandaba a la tiendita de Otilia. Tenía que ir de espaldas por el viento, por la arena que corría en ese tiempo.

Su primera ilusión fue otra:

—Mi ilusión era ser médico —confiesa—. Pero el instituto fue regular… el primer año regular, el segundo año no tan regular.

La vida lo desvió hacia la cocina por el camino clásico: Pastelán, la pastelería de salida a Teguise; luego la panificadora, después el hotel TGC Playa como ayudante de pastelería y cinco años en el Acatife, donde empezó a cocinar “de verdad”.

Hoy, ya asentado como uno de los pilares del Hotel Costa Calero, habla de su casa profesional con un respeto que no suena a eslogan:

—No voy a decir que es el mejor para que nadie se sienta mal, pero creo que estamos entre los primeros.

Del mostrador de Pastelán a la tarima de la Cúpula del Milenio hay muchos madrugones de horno de por medio.https://youtu.be/1ik24A3zFds

Un pedazo de Lanzarote en cada bocado

En el fondo, la tapa que hoy ha presentado en Valladolid no va de sorprender al jurado, sino de algo más serio: demostrar que una isla pequeña, con productos humildes, puede competir de tú a tú en el mayor escaparate de tapas del país.

La sal de Janubio contra las sales exóticas.
El tomate de Tinajo frente a los cultivos de revista.
El gofio de millo como masa crujiente en un escenario donde abundan las masas ultratécnicas.

Lanzarote, condensada en 25 minutos, ocho bocados y un ventilador.

La responsabilidad pesa. Lo sabe él y lo saben en las gradas, donde el público ha seguido cada gesto con esa mezcla de curiosidad y simpatía que despierta un cocinero que empieza diciendo “he hecho lo que se ha comido toda la vida en mi tierra”.

El jurado, mientras tanto, toma notas.

Ahora decide el jurado… y el vídeo cuenta el resto

El resultado no se sabrá hasta el miércoles. Hasta entonces, Antonio Rodríguez Medina seguirá siendo el hombre que llevó el viento alisio a Valladolid y plantó un canelón de gofio en el corazón de la capital de la tapa.

Lo demás —los silencios, los gestos de los jueces, la conversación en directo con Goyo González justo en el momento en que se llevaban la tapa a la boca.

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