Semilla de rectitud: fallece Jaime Abdul, el vecino que hacía las cosas bien
Jaime Abdul
S.Calleja
Hoy, la isla se siente un poco más vacía. Ha fallecido Jaime Abdul Yabbar de León, el mayor de ocho hermanos: comerciante, ajedrecista, hombre de teatro y, por encima de todo, buen vecino. Tenía 86 años. Nacido en 1939, sus orígenes se entrelazan en nuestro relato íntimo: un padre palestino que llegó con los bolsillos llenos de ambición y una madre lanzaroteña de la familia de los Toneleros de San Bartolomé. De esa mezcla surgió un carácter fuerte y a la vez amable, de los que aún sostienen los pilares invisibles de la isla.
Desde muy joven, entendió el peso del trabajo. Acompañó a su padre y a su hermano por caminos de tierra, vendiendo ropa a quien la necesitaba y, a veces, cobrando en huevos o dulces. No era pobreza; era dignidad organizada. Interiorizó pronto una norma que repetía con orgullo: “Hijo, nunca le robes ni un céntimo a nadie”. La convirtió en forma de vida, y eso se notaba en su trato.
Luego llegó la tienda Abdel, situada en la entonces calle Franco de Arrecife, que muchos recuerdan con cariño como si fuera un miembro más de la familia. No era solo un comercio: era un punto de encuentro. Un lugar para probarse los vaqueros icónicos de la época, pedir consejo con confianza y salir con la sensación de haber sido bien atendido. Por allí pasaron generaciones, dejando anécdotas, encargos, fiados y risas. Jaime atendía con una mezcla de paciencia y chispa, sin prisas, sabiendo que lo importante son las relaciones, no solo las transacciones.
Su casa fue también un escenario. María Elena, su esposa, fue su compañera de vida y de tablas. Juntos participaron en varias obras —entre ellas Por un pelo, de Manolo Avero— y dejaron una huella modesta pero duradera en la cultura local. Eran de los que crean, ensayan y actúan sin buscar aplausos, aunque los aplausos siempre llegaban.
En el ajedrez, Jaime encontró otra forma de expresar su mirada lanzaroteña: estratégica, serena y con un punto de picardía. Fue un referente insular —como recordaba, campeón de Lanzarote—, ofreció simultáneas en el parque e incluso viajó a Moscú para ver a Karpov y Kasparov. Contaba esas vivencias con brillo en los ojos, como quien peregrinó para saludar a los dioses de un templo sin incienso. También compartía historias de partidas con figuras como B. Larsen, siempre con la modestia de quien no necesita presumir.
Otro rasgo que lo define es su implicación en los mercados, ese tejido social de recados y favores en San Bartolomé y Teguise. Jaime creía que las cosas importantes se construyen a pulso y en buena compañía. Y tenía razón. A más de uno le cuadró cuentas cuando apretaban las vacas flacas; a otros les ofreció tiempo, consejo o un empujón. No se quedaba en las palabras: actuaba.
Hoy le decimos adiós con suavidad. Recordamos aquel sobre de 1947 dirigido al “niño Jaimito”, las fotos en blanco y negro donde ya asomaba su elegancia, las largas caminatas por carreteras de tierra, la tienda con olor a género nuevo, la risa compartida tras una función. Jaime fue un punto de apoyo, un hombre que te mejoraba el día sin hacer ruido.
A su familia —hijos, nietos, hermanos, cuñadas, sobrinas y sobrinos—, un abrazo sentido de parte de esta comunidad y de tantos lectores que hoy sienten lo mismo: pena y gratitud. Pena porque perdemos a uno de los nuestros. Gratitud porque su legado permanece: trabajo honrado, palabra con integridad y esa manera suya de mirar a los demás sin calcular la ganancia.
Descanse en paz, don Jaime. Gracias por encarnar la bondad, por inculcar valores de honestidad y por dejarnos una isla un poco mejor. Seguiremos hablando de usted en presente, porque hay personas que nunca se van del todo; permanecen en la memoria común, como una luz que guía al final del muelle.
El velatorio es hoy en Altavista a las 20:30. Tanatorio Enalta