Tres podencos, cien garrapatas y ninguna vergüenza
S.Calleja
Hay cosas que se callan por costumbre. Como si no dolieran, como si no indignaran. En Canarias —y particularmente en Fuerteventura— aún hay quienes tratan a sus perros como si fueran piedras: sin alma, sin derechos, sin calor. Y mientras tanto, las instituciones siguen afilando excusas mientras los animales se pudren en vida. A veces, literalmente.
El SEPRONA de la Guardia Civil ha hecho público un caso de esos que deberían remover el estómago a cualquiera con un mínimo de decencia. Tres perros, podencos canarios —sí, esos que utilizan habitualmente para la caza— fueron encontrados en un estado que no merece ni el nombre de abandono. Aquello era tortura prolongada y sistémica. Un campo de concentración canino con mallas oxidadas, maderos carcomidos y estructuras tan ruinosas como la ética del individuo que los tenía a su cargo.
Los agentes, junto al veterinario municipal, no encontraron perros. Encontraron pellejos con garrapatas. Carne herida. Miradas rotas. Las orejas infestadas, la piel devorada por pulgas, los cuerpos famélicos y las costillas clamando justicia. Uno tenía quistes en las mamas. Otro sangraba por los ojos. Todos, sin excepción, se estaban muriendo sin ruido. Porque los animales no votan. Ni denuncian. Ni tienen Twitter.
Y aquí viene la gran pregunta: ¿Cómo es posible que esto siga ocurriendo en 2025 en una comunidad autónoma que presume de “biosfera” y de “turismo sostenible”? ¿Qué hace el Cabildo de Fuerteventura aparte de publicitar rutas de senderismo entre cardones mientras sus perros mueren entre alambres oxidados? ¿Dónde están los recursos para inspecciones regulares, campañas de esterilización, control de criaderos ilegales, educación ciudadana? ¿Dónde?
Lo más grotesco de este caso no es el malnacido que dejó morir a esos perros. Eso ya lo hemos asumido como parte del paisaje. Lo verdaderamente inaceptable es el silencio administrativo. Porque este tipo de negligencia no brota sola como la tunera: se cultiva a golpe de indiferencia institucional. El mismo sistema que multa a un bar por tener la música alta es incapaz de prever que hay animales muriendo a 200 metros de una carretera secundaria. Todo es muy canario, muy a lo nuestro: papel sellado, expediente abierto, y si eso ya se verá.
Pero no basta con investigar a un individuo. No basta con sacar una nota de prensa. Hay que empezar a señalar a quienes permiten que esto ocurra de forma crónica. A los ayuntamientos que miran para otro lado. A los técnicos que no pisan el terreno. A los políticos que se llenan la boca de “bienestar animal” mientras recortan partidas para las protectoras.
Si algo tiene que cambiar, tiene que cambiar desde arriba. Desde el Gobierno de Canarias hasta el último concejal de zona rural. Hay que dejar de gestionar animales como si fueran mobiliario sobrante. Porque lo que hoy le pasa a un podenco canario, mañana nos retrata a todos.
Hay decisiones que no se firman. Se perpetúan en el silencio. Y ese silencio, en Fuerteventura, huele a sarna, a orines secos y a miedo encerrado tras una verja oxidada.